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  • Writer's pictureCandela Review

14 N

Víctor L. González


Son las diez de la mañana y voy a visitar a mis padres.




Justo en la esquina de mi cuadra me encuentro a tres policías y varios agentes junto a un viejo Lada. Uno de ellos me pide el carnet. No lo porto. Le señalo mi casa que desde allí es visible y digo que lo puedo buscar.


Uno de los agentes ─el mismo que visitó mi trabajo hace unos días─, me dice “Victor, acompáñanos”.


─¿Por qué?─ les pregunté.


No respondieron, me tomaron por los brazos y me introdujeron en el vehículo soviético.

Conmigo se sientan dos policías. Me retiran el teléfono.


─¿Por qué? ¿Para dónde me llevan?─ insisto.


─Ya te diremos.


Algunos vecinos son testigos de lo que pasa. “Dile a mi madre que me llevan, no sé para dónde”, le puedo decir a uno, por la ventanilla.


Entramos al Lugar en el carro. Parquean al sol y salen todos menos yo. Le pregunto a un militar si puedo salir.


─Me estoy asfixiando del calor─ le digo.


─Por eso no te vas a morir─ me dice.


Un policía me trae agua, y otro me permite encender un cigarro. Estoy sentado en el Lada. Una hora.


Viene un agente y conduce hasta la sombra de un árbol adyacente a un parquecito. Allí espero, de nuevo. Pido orinar, pero me dicen que espere.


Al poco tiempo llega el agente que atiende mi caso. Salgo del carro. Orino. El agente me dice que lo espere sentado en un banco.


Espero. Par de horas.


Una oficial del MININT me llama para que almuerce.


No está malo. No he desayunado y ya corre la una de la tarde. En el comedor está mi agente, que se acerca y me dice, «cuando termines siéntate donde mismo y yo iré a conversar contigo». Voy.


Espero.


Una.


Un hombre que se encuentra a unos treinta metros de allí me permite su fosforera para encender mis cigarros. En cierto momento me requieren: no puedo salir del perímetro del parquecito.


Dos.


En un muro hay un cartel que dice: “Fidel es Fidel”.


Repito tautologías: “El árbol es el árbol, la piedra es la piedra...” y así paso un rato, arrestado en el presente. Estoy feliz. No estoy preocupado.


Tres.


Tengo iluminaciones.


Cuatro. Horas.


Me llaman y entro en el edificio. Parece un laberinto, o un hospital. Mejor un laberinto.


Son amables. Me informan dónde estoy y por qué, y me brindan un cigarro. Conversamos. Conocen mis publicaciones, tal parece que les gustan; las conocen bien.


Piensan que soy un peligro para la seguridad del Estado.


Converso con cinco o seis personajes de distintos calibres. No les importa mi pensamiento, sino el tema de la Marcha. Puedo pasar tres días aquí, dicen. Me traen un documento/compromiso. No-iré-a-la-Marcha. Firmo.


Un Teniente Coronel que porta una maleta me dice que Miguel está aquí. “¿Te preocupa eso?”, me pregunta y yo le contesto que sí. Él dice que Miguel está afuera, en el parquecito.

Salimos del laberinto. A veces se escucha alguien cantando.


Una vez fuera, veo a Miguel y a David. Nos abrazamos. Me cuentan sus historias.


Un agente nos dice que esperemos. Nos llevarían de vuelta en un Lada rojo. Esperamos.


Viene otro agente. Nos retira los teléfonos. Nos guía hacia una habitación pequeña, acomodada maquinalmente, bien-iluminada, semi-abandonada, hedionda; con aire acondicionado. Hay un buró, cortinas que tapan las paredes maltrechas por la humedad ─el techo las delata─, y un juego de living blanco y celeste cubierto de polvo. El agente se va y no explica nada.


Me viene la idea de que estamos en un hipercubo, y que detrás de la puerta encontraríamos otra habitación idéntica, y después otra, y así… Recito un poema de Rimbaud. Mientras lo hago me quedo mirando al buró, a él lo he dedicado y así lo manifiesto. Reímos.


Nos sacan de allí. Devuelven los teléfonos y piden que desmintamos ciertas publicaciones sobre nuestras ¿detenciones? Un agente le ilumina el rostro a Miguel, y este se filma y publica un vídeo. Yo estoy aturdido.


Montamos en el Lada rojo. Ya en el camino de vuelta hablamos sobre el término “detención” Ellos dicen que, para este caso, lo correcto es decir que “nos condujeron para conversar”.


Llego a la conclusión de que Satanás no existe. El mal es una banalidad, como dijo Hannah Arendt. Bromeamos sobre Mao y los gorriones.

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