Miguel Montero
Mural de grafiterxs de Holguín (bandera: Jessica Lisbet Torres Calvo)
Era la final de la Eurocopa. Me enfundé la playera de Inglaterra y fui donde unos amigos a ver el partido. Ser hincha de los ingleses es duro, durísimo. Los mismos creadores del fútbol no ganan un torneo desde 1966. Pero, esta vez, la Historia podía cambiar.
Inglaterra enfrentaba a Italia. Los ingleses llegaban con un equipo fresco, repleto de jóvenes encaradores y rápidos. Italia es un equipo de jerarquía, de casta, con una defensa sólida cuyos pilares son Bonucci y Chiellini, que son buenos tomando sus posiciones en el campo, pero también son muy lentos porque ya están viejos para el fútbol. Yo creía, sin ingenuidad, que se podía aprovechar esa condición, correr por los espacios y ganarles el partido.
No más sentarme frente al televisor me paré de vuelta para celebrar el gol de Luke Shaw. Mis pronósticos parecían confirmarse, y ya me preparaba para celebrar la victoria cuarentaicinco minutos más tarde. Llegó el entretiempo con los ingleses arriba en el marcador cuando cortaron la transmisión: Miguel Díaz Canel hablaría en cadena.
El presidente, sudado y visiblemente nervioso, llamaba al combate en las calles. «La cosa se puso caliente», dijo un amigo. Minutos después recibí una llamada telefónica. Apenas escuché lo que decía mi interlocutor, pues el bullicio del otro lado no lo permitía. Entendí «calle Frexes», y hacia allí fui.
Al doblar en Miró pude ver una enorme columna de personas. Alcancé Frexes y llegué al parque Calixto García. Me encontré con que eran miles. Vi unos cuantos amigos. Vi gentes que se abrazaban, algunos entre lágrimas. Vi a un punk de cabeza rapada gritando «¡Eres la vergüenza del pueblo!» en la cara de un militar, mientras este permanecía impasible y lo fulminaba con la mirada. Vi una bandera cubana en lo alto del club Pico Cristal.
Dimos una vuelta a la manzana del parque, cruzamos el bulevar de la calle Libertad, y nos plantamos en el parque San José, que estaba lleno de policías y militares. Ahí estuvimos cosa de quince minutos. Esto último lo imagino, porque es otro el estado de conciencia de un protestante: por momentos te sientes el dueño de la calle, por momentos te sientes el niño que espera a que venga mamá con la consabida chancleta. Esa tensión te desordena la percepción del tiempo.
Alguien gritó que debíamos conducirnos hacia la Plaza de la Revolución, y otro señaló que lo mejor era tomar una ruta que incluyese las afueras de la ciudad, con el objetivo de que se unieran más personas a la protesta. Tomamos Libertad hasta la avenida Cajigal, ahí torcimos hacia el reparto Alcides Pino y atravesamos los suburbios. Hasta ese momento, solo había ocurrido un altercado con un señor que, sin yo saber por qué, comenzó a arrojar piedras desde una segunda planta, cerca de la estación de policías de Alcides Pino, pero la manifestación siguió su curso sin heridos por ninguna de las partes. «Patria y vida», «No tenemos miedo», «El pueblo unido jamás será vencido...»; todo eso se coreaba, con la fuerza de una tradición, entre manifestantes y testigos visuales. El Himno Nacional se cantó al menos tres veces. Alguien dijo que nos habían estado preparando desde la enseñanza básica para la rebeldía. Otro, que ese era «el día soñado por Cuba». Y otro, como escondido dentro de la propia marcha, gritó «¡Legalización de la marihuana!». Hubo quienes no gritaron nada. La mayoría de ellos, desde sus portales y balcones, lanzaban miradas cómplices sin poder disimular una risita. Algunos levantaban temerosamente los puños, invitaban a los manifestantes a rellenar sus pomos de agua y a pasar al baño quien lo necesitase. Los menos ─tres señoras mayores─ gritaron insultos y dieron vivas a la Revolución. El camino se había desarrollado de manera pacífica. «Se cae, se cae, se cae...» podía escucharse en el aire mismo, que no parecía aire sino gas natural.
Cuando llegamos al frente de la Universidad Oscar Lucero comenzó la crispación, pues había, al final de la doble vía, una fila de militantes del Partido armados con palos y una bandera cubana desplegada. Querían impedir el paso. Nos encaminamos, tensos, hacia allá. En este punto hubo un breve altercado que se saldó sin heridos, y con los manifestantes rompiendo el cordón y caminando hacia la sede del Comité Provincial del Partido. De hecho, pude presenciar como un militante caía producto del empuje y luego era levantado por los propios manifestantes. Aprecié el gesto.
Comenzaron las pedradas. Yo, junto a algunos militantes del Partido que regresaban del cordón, y unos pocos manifestantes que había alrededor y que no habían perdido la cordura, gritábamos que estaban cometiendo un error. “¡No tiren piedras, que eso es lo que quieren ellos!”, dijo, para mi sorpresa, un militante alto y calvo de unos sesenta años. Sin ser escuchado, me alejé hasta los terrenos de la Plaza de la Revolución y concluí, viendo el camino que había tomado la protesta, que resultaría en un fracaso inmediato y que, además, se había vuelto susceptible de ser desacreditada en los medios de comunicación.
¿Cómo explicar el hecho de que no se haya saqueado una sola tienda en Holguín, sin embargo, la sede del Comité Provincial del PCC fue apedreada? Al llegar los manifestantes a la sede visualizaron un símbolo, una institución, más allá de la mera obra arquitectónica. Haciendo salvedades, puede tenderse un paralelismo con la Toma de la Bastilla, hecho que dio inicio a la Revolución Francesa. La Bastilla fue a los franceses, lo que es a los cubanos una sede del Partido: un símbolo de poder.
De golpe, la gente comenzó a correr. Cuando dirigí la vista hacia uno de los lados vi una turba de policías, bastones en mano, acercándose a toda velocidad. Corrí sin mirar atrás. Una vez lejos, al volverme, sólo reparé en tres elementos de azul que le pegaban a un hombre de pulóver blanco. Luego lo condujeron, aun pegándole. El pulóver del hombre ya había cambiado de color.
Yo tenía una sed de muerte, así que decidí, antes de irme a mi casa, pasar por la de un amigo que vive cerca de allí, en el reparto Nuevo Holguín. Llegué, pedí agua, y pregunté cómo había terminado el partido. «Perdió Inglaterra», me dijo el abuelo. Encendí un cigarro, pero no me lo fumé completo. Me despedí y caminé la avenida Jorge Dimitrov en dirección al centro de la ciudad.
Todo estaba tan calmo, que no se podía decir «parece que no ha pasado nada».
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