María Matienzo
Nos enseñaron a odiarnos. No me lo tiene que explicar nadie. Septiembre de 2021 ha sido una muestra, por eso lo he declarado el mes de los golpes bajos. Un año que me ha hecho buscar hasta en las vidas anteriores por qué las personas negras estamos programadas para mordernos entre nosotros y no besarnos, para destrozarnos y no reconstruirnos o sanarnos.
De eso nadie quiere hablar. Describir cómo nos despedazamos es un riesgo. Yo creo haber encontrado una ruta a la traición y la quiero compartir.
Foto hecha por la autora
Ochún me dijo un día que yo había sido su hija en la vida anterior, que lo soy en esta, y que en la próxima también lo seré. No entendí la profecía hasta que aprendí a analizar mi carta astral y la oposición de mi luna con Plutón y Urano. Ningún oráculo es menor que otro y todos terminan complementándose.
La astróloga me lo corroboró. Vine en un barco de trata de esclavos. Es demasiado probable para dudarlo. Enseguida fabulamos según nos dicen los astros. “Te pasaron tantas cosas que pudiste haber muerto de cualquiera de ellas”, son sus conclusiones.
Solo imaginar las condiciones en las que me trajeron hace que me falte el aire. La bodega de un barco de madera. Aun sin que haya una tormenta me vomito encima. Soy una mujer de tierra firme. Mis aguas son de río. Aguas que fluyen, poco profundas si las comparas con las del mar. Mi pueblo se llama Osorbo y está lejos de la costa. Nunca hubiese llegado tan lejos si no me hubiesen cazado y luego vendido otros hombres tan negros como yo. Son muy poco los blancos que se atreverían a llegar a las márgenes del río Ochún.
Traté de escapar y quien me persiguió fue un hombre negro. Quien primero me violó fue otro hombre negro. Luego, cuando me hicieron atravesar el mar, llegaron los blancos, los latigazos y el cepo. Yo no era una negra mansa. No me dejaba domesticar, porque yo no era un animal, ni lo soy ahora.
Mi rebeldía no merecía tanto latigazo, pero si ese era el precio, lo pagaba con gusto.
A las negras como yo no les toca la cocina ni la casa del amo. Las negras como yo envenenan el agua del amo. Las negras como yo entierran un Nfumbe en la casa del amo y no se arrepienten.
A mí me tocó el barracón, el cañaveral, por eso quizás detesto el trabajo en el campo tanto como la traición. Quizás por eso andan conmigo las mismas mujeres que me acompañaron un día por el trillo, aunque no habláramos el mismo idioma. Creyeron que nos mantendrían aisladas y que no nos uniría el destino, el espacio que compartíamos.
Sospecho que fue una de ellas la que le señaló al rancheador dónde me escondía a cambio de un pedazo de tasajo más grande. La entiendo y la perdono. En aquel entonces, el silencio podía marcar la distancia entre la vida y la muerte.
Los perros me alcanzaron. Aún tengo la marca en la pierna izquierda. Luego fui al cepo. No sé cuánto tiempo, pero más doloroso que los latigazos o el sol sobre la herida, fue la mirada indolente o melindrosa de los otros.
Mientras, el blanco señalaba y anotaba. Ellos son así. Ellos traicionan. Ellos no se organizan. Y yo cargaba la traición que implicaba mi rebelión contra el amo, la traición por haber roto la tranquilidad del que quiere sufrir en paz, de aquel al que le perturbo su comodidad en la cocina, en la casa grande, del que le hace el juego al amo para sacar ventaja. La traición del que no ayuda a volver a escapar y prefiere ponerse al lado del amo.
¿Cuándo fue que me pasó todo eso? ¿Cuánto tiempo hace de mi reencarnación? ¿Dos siglos? ¿Tres siglos? Parece que no ha pasado un día. Ella llegó codiciando nuestra prosperidad, mi felicidad. Llegó dispuesta a llevarse lo que le sirviera para luego, cuando menos nos lo esperábamos, salir huyendo mientras maldecía preguntándose por qué, si se llevaba algo vital nuestro, no moríamos de una vez. Y el delito parecía mío. Le abrí las puertas de mi casa.
La veo alejarse sabiendo que no la dejaré entrar nuevamente, pero aprendo de la situación en la que me ha puesto.
Escuchamos, leímos tanto sobre nuestra maldad, que terminamos repitiéndola. Nos la creímos. Nos lo repitieron tanto que no sabemos actuar de otra manera. Nos creímos que no podemos ser “buenos” entre nosotros, que no podemos aceptar la ayuda entre nosotros, porque “algo malo debe de haber detrás”. No podemos dejar de cuestionarnos el “¿por qué ellos tienen eso y nosotros no?”.
Es como si aun habláramos distintos idiomas. La negociación con el amo nos sobrevivió tanto que le hacemos el trabajo. Llegamos diversos, pero nos enseñaron a odiarnos, nos reforzaron el odio, más de lo que la naturaleza humana tiene previsto.
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